Noche cerrada enmarcada por la ventana de aluminio, como si de un cuadro de Malevich se tratase. Cientos de papeles sobre el escritorio, y una botella de cerveza alemana vacía a modo de pisapapeles, elemento que no elimina el caos existente, sino que lo corona; y un boli Bic que en mi imaginación postcervecera es una pluma cervantina, con la que pretendo dibujar caligráficamente los mil pensamientos y reflexiones que se me antojen profundos, mil elevado a cero en este caso, pues es una imagen la que domina sobre las demás, igual que la botella vacía domina el escritorio.
Desde entonces la ciudad resulta más sombría una vez te marchas, y la gente que pasea por el parque recurre de nuevo a abrigos y bufandas cuando paseo sin ti. Podría decir que eres mi Norte, pero en esta brújula que hemos fabricado a base de distancia resulta más acertado decir que personificas al Este, anunciando la salida del sol cada vez que sostienes mi mano.
¿Quién inventó el término “despedida”? Porque fue realmente comedido al hacerlo, esa palabra tan corriente no expresa todo el contenido de la acción, ni le hace justicia. Basta con ir a cualquier estación para darse cuenta de ello. En una de esas estaciones podríamos estar tú y yo, despidiéndonos una vez más, cualquier mañana plomiza ideal para decir un adiós que signifique hasta pronto, y que ilumine tu carita de despedida en la medida justa para que la melancolía defina tu aspecto. Y una frase del estilo de “ojalá estuvieses siempre aquí” terminará de nublar el cielo y mis ojos, que tendrán que desviarse de la trayectoria de los tuyos para no hacerlo más difícil.
Despedida, que pobre palabra para algo tan intenso, un momento que hace que todos los colores sean fríos, que al mundo le nazcan aristas, y que esta noche yo tenga una botella vacía sobre la mesa.
Libero la mente de recuerdos en color sepia y miro el cuadro de Malevich. ¡Ah no! En esta noche de despedida y carente de poesía, solo miro por la ventana.