La Naturaleza nos había regalado la perfecta compenetración de nuestros cuerpos, pese a la ausencia de esa complementariedad biológica de la que gozan las relaciones hombre-mujer. Tu espalda formada a propósito para que yo descanse en ella mi mejilla, jugando con la química de nuestras pieles que se reclamaban mutuamente con la poética de las reacciones intermoleculares. Además tu cintura tiene el diámetro exacto para que mis brazos la rodeen, abrigando mis manos al calor de una posición estratégica dentro del tablero de ajedrez que es tu cuerpo, donde mantenemos perennes pulsos, cada una mueve pieza en jugadas cuya continuación creemos conocer pero que en asaltos de apasionada genialidad nos termina sorprendiendo, llegando a un nivel de incertidumbre en el que lo único conocido es el final.
Tu cuello delimitando una curva perfecta sobre la almohada, donde mi brazo encaja cómodamente, y las piernas entrelazadas como ramas tras una tormenta, nos configuran en la oscuridad como dos siluetas macladas y estáticas, con esa quietud de quienes no necesitan decirse nada, porque son conscientes de sus recíprocas e intensas miradas, pese a no verse los ojos en la ausencia de luz.
Y solo el deseo de delinear tu contorno con mis besos, de que me retires el pelo con esa suavidad casi ingrávida, de que me roces tan delicadamente que se densifique el aire, de sentir tu peso sobre mi y tu respiración susurrada en mi oído.
Despierto de la ensoñación que me ha trasladado al mundo de lo sensitivo y me descubro ahuecando un cojín en un desolador intento por ocupar el espacio que te corresponde a ti, un vacío de antimateria ridículamente solucionado mediante el abrazo a una almohada con pretensiones humanoides. Ojala los días aceleren su paso hasta que recupere tu calidez entre las sábanas, y pueda abandonar el recurrente pensamiento de que te echo de menos.